Paradigmas.- Cada 13 de septiembre, cuando México recuerda a los Niños Héroes de Chapultepec, yo también celebro algo muy personal: mi cumpleaños.

Es una coincidencia que marcó mi infancia y que, con los años, se volvió inevitable.

Crecí soplando velas mientras en la televisión hablaban de Juan Escutia, del castillo invadido, del sacrificio de los cadetes. Mientras otros niños asociaban su cumpleaños con payasos o pastel, el mío siempre tuvo como telón de fondo un episodio histórico cargado de simbolismo nacional.

Tal vez por eso, cada año no solo celebro un año más de vida, sino que también me detengo a pensar en esa historia que escuchamos desde pequeños, que nos enseñaron con solemnidad en la escuela, en lo personal en la primaria Dr Mariano Azuela , ubicada en la calle Dr Barragán en la colonia Narvarte.

En las aulas de aquella escuela me  contaron que seis jóvenes ( Juan de la Barrera, Agustín Melgar, Vicente Suárez, Francisco Márquez, Fernando Montes de Oca y Juan Escutia ), murieron defendiendo el Castillo de Chapultepec en 1847, durante la invasión estadounidense. Y que uno de ellos, Juan Escutia, se envolvió en la bandera y se lanzó desde lo alto para evitar que cayera en manos enemigas. Una imagen poderosa, heroica, pero también, posiblemente, más mito que realidad.

Con los años, y con la lectura, uno descubre que la línea entre la historia y la leyenda es más borrosa de lo que parece.

Algunos de los cadetes tenían apenas 13 años, como Márquez. Otros ya eran mayores de edad, como De la Barrera, que tenía 19 y era teniente.

Y sobre aquel salto patriótico de Escutia, la historia carece de pruebas sólidas.

Todo apunta a que fue una construcción posterior, un relato creado para dar sentido al dolor de una guerra devastadora, que nos arrebató la mitad del territorio nacional ante los gringos.

¿Eso le quita valor a su memoria? Yo creo que no. La historia necesita símbolos, pero también necesita verdad. Y no se deshonra a los Niños Héroes por querer entenderlos mejor; al contrario: se les honra reconociéndolos como personas reales, no como personajes congelados en una postal patriótica.

Hoy, casi 178 años después, su historia sigue viva, nos recuerda que hubo jóvenes que decidieron no rendirse, aun cuando sabían que probablemente morirían. Y eso, incluso sin adornos, es profundamente valioso.

En lo personal, no puedo ni quiero separar mi cumpleaños de esta fecha, porque me recuerda que la identidad también se construye con los relatos que heredamos, con los símbolos que decidimos conservar, y con la forma en que los cuestionamos, que la historia no es una serie de hechos intocables, sino un tejido de memorias, símbolos y preguntas que nos acompañan a lo largo de la vida, y que a veces, entender el pasado no es una forma de romper con él, sino de encontrarle un nuevo sentido, ¿no cree usted?

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